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25 jun 2020Cars

Quien roba a un ladrón...

25 junio 2020

Ben Schott

Cada número de The Official Ferrari Magazine incluye una pequeña historia protagonizada por un Ferrari. Son textos escritos por autores internacionales que se inspiran en el diseño del coche, su color o sus características técnicas. En este número, Ben Schott, autor de éxito con más de 12 novelas en su haber, nos sumerge en una intriga ambientada en la capital italiana e inspirada en el nuevo Ferrari Roma. Todo empieza cuando un oligarca ruso encarga a un «experto» que recupere un ejemplar robado de un libro de poemas de Pushkin...


Ante todo: no soy un ladrón. Es cierto, robo cosas... con frecuencia, y con gran aplomo. Pero son cosas previamente robadas y solo para devolvérselas a sus legítimos propietarios. De esta forma me aseguro de restituir lo robado y, además, recibir cien años de perdón. Mis clientes son coleccionistas particulares, museos, centros de investigación, instituciones religiosas e incluso Estados; ese tipo de gente para la que admitir un robo resulta tan ultrajante como el robo en sí, si no más (¿prestarías el Picasso de la familia a una galería que ha perdido el Klimt de tu amigo?). 

Durante años, mi trabajo raras veces me ha llevado fuera de Londres, París, Nueva York y Roma, pero últimamente he tenido que transitar por los nuevos territorios de la riqueza: Miami, Moscú o Bombay, por citar algunos. Y, aunque las «bellas artes» siempre han sido mi principal sustento, cada vez me piden más que «ajuste la pérdida» de joyas, documentos, automóviles y prendas de vestir (¡muchísimos bolsos!). El tema de la legalidad es una cuestión peliaguda. Yo me escudo en la máxima «Ubi non accusator, ibi non iudex» (donde no hay acusador, no hay juez), ya que las personas a las que robo son ladrones o destinatarios de bienes que han sido sustraídos con su complicidad. Por razones obvias, los auténticos delincuentes muestran mucha menos inclinación a llamar a la policía que sus inocentes víctimas.

¿Qué haría la policía si la llamasen? Con sinceridad, no sabría decirlo, nunca me había encontrado con ningún policía. Al menos hasta el pasado junio.

Mi historia empieza en Roma. El encargo provenía de un oligarca ruso residente en Londres al que me había recomendado el conservador peruano de una colección italiana establecida en Suecia (doy gracias al cielo por Google Translate). Tras celebrar una fiesta de Navidad en su mansión de Kensington, este oligarca, al que llamaremos Ivan, descubrió que había desaparecido de su librería una pequeña antología de poemas de Pushkin. El libro en sí no tenía ningún valor, era uno más de una edición barata producida en grandes tiradas,

pero había acompañado a su abuelo de gulag en gulag durante una década de exilio en Siberia. Para Ivan, el ejemplar tenía un valor incalculable y, si algo conocía el ruso, era el precio de las cosas.

Una red de cámaras de seguridad identificó fácilmente al culpable: la mujer florero de un multimillonario americano había deslizado el libro en su minúsculo bolso, pero a mis investigadores les costó muchos meses de rastreo averiguar en cuál de sus seis viviendas lo tenían guardado.

Estaba disfrutando de unas vacaciones en el Villa d’Este, junto al lago de Como, cuando llegó el mensaje: Palazzo «xxx» en la Via «yyy». Era el momento perfecto: acababa de empezar la Semana de la Moda de Nueva York, así que el Sr. y la Sra. «zzz» estarían en Manhattan al menos seis días. Hice el equipaje y di instrucciones al GPS de mi Ferrari Roma para llevarme al único lugar donde me alojo cuando voy a la Ciudad Eterna, el idílico Hotel Eden.

Mi negocio no es ayudar a los malos (ni tampoco a mis competidores, aunque sean los buenos), así que pasaré por alto la forma en que me «reapropié» del libro.

A Hollywood le gusta representar el robo en viviendas como una actividad compleja que requiere el uso de tecnología avanzada: alarmas sofisticadas, paneles ocultos, puertas secretas, rayos láser... Pero, según mi experiencia, para cuando quieres terminar de estudiar los planos del edificio y la instalación eléctrica, es posible que hayas desistido. La máxima de la seguridad israelí es «busca al terrorista, no la bomba»; pues bien, la mía es «no fuerces la cerradura, busca la puerta abierta». Llegas más lejos y más rápido con un manojo de flores que con uno de llaves maestras.

Baste decir que, en veinte minutos, estaba fuera de la casa con el libro de Pushkin bajo el brazo.

Pero las cosas se torcieron al día siguiente.

Estaba disfrutando de mi almuerzo romano favorito en la terraza de mi restaurante preferido de Roma, Da Fortunato, cuando un hombre trajeado de aspecto impecable pasó deliberadamente por delante de mi mesa. Unos minutos más tarde volvió, esta vez flanqueado por dos agentes de policía, y se me acercó.

«Buongiorno, signore, ¿parla italiano?», murmuró mientras exhibía discretamente su placa.

«Si, un po’, ma en mi idioma es más fácil».

«Es usted americano, ¿no es cierto?»

«Inglés», mentí. «Turista. De vacaciones».

«Por supuesto, signore. ¿Le importaría

acompañarnos?»

Hice un gesto señalando a mi ternera en salsa de atún aún sin terminar. «No es un buen

momento».

«Lo siento, signore, pero debo insistir».

«¿Estoy detenido?»

Sonrió. «Por supuesto que no, signore. Y no se

preocupe por la cuenta, yo hablo con el restaurante».

La elegancia de sus maneras no ocultaba su determinación, así que dejé la copa de vino sobre la mesa y salí sorteando a los otros comensales (absolutamente fascinados).

«No está lejos, signore».

Mentiría si dijera que no estaba un poco nervioso mientras nos aproximábamos al Commissariato Trevi Campo Marzio, aunque el paso despreocupado y la ausencia de esposas me transmitían cierta tranquilidad. Accedimos a la comisaría por una entrada lateral y me condujeron por una serie de escaleras hasta llegar a una sala larga, estrecha y fuertemente iluminada en la que una de las paredes estaba tomada por un enorme espejo obviamente semiplateado.

«¿Los sospechosos habituales?» Forcé una sonrisa. «Ah, sí. I soliti sospetti – ¡assolutamente!», continuó bromeando el inspector antes de señalar los números dibujados en el suelo. «Sitúese en el número nueve, por favor».

Para entonces, había aumentado ostensiblemente mi grado de nerviosismo. Nunca me habían detenido, y mucho menos en un país extranjero, así que no sabía cómo, o si podía, oponerme. ¿Los italianos necesitaban órdenes judiciales? ¿Te leían tus derechos? ¿Tenían algún derecho? Yo tengo abogados, por supuesto, pero en un huso horario situado a muchas horas de vuelo.
Se abrió la puerta y entraron otros nueve hombres que fueron distribuyéndose en los números asignados. Cuando nos examinábamos mutuamente a través de la imagen del espejo tratando de calibrar nuestro posible parecido, sonó un fuerte zumbido seguido del chasquido del micrófono al encenderse.
Las indicaciones eran en italiano, y yo observaba lo que hacían los demás sospechosos.
«Gira a sinistra ... e a destra ... mani nelle tasche ... chiudi gli occhi ...»
Entonces el corazón me dio un vuelco.
«Numero nove ... passo in avanti ... scusi ... número nueve, dé un paso adelante, por favor... gírese... ahora a la izquierda... quítese la chaqueta... dé un paso atrás... de acuerdo, gracias».
Se apagó el micrófono y paseé la mirada por toda la sala para valorar posibles vías de escape. No había ninguna.
Se abrió la puerta y salimos en fila de la sala.
«Signore», dijo el oficial asiéndome por el codo, «acompáñeme, por favor».
Me condujo por un laberinto de corredores que desembocó en un cuarto lleno de ajetreados agentes de uniforme.
«Ahora le tomaremos le impronte digitali, perdón, las huellas digitales».
«¡Espere! ¿Me han identificado?»
«Sí, señor».
Antes de que pudiera pensar en protestar, el inspector me había llevado hasta una mesa, me había impregnado las manos de tinta y estaba presionando los dedos sobre las casillas de un impreso oficial.
Cuando hubo terminado, me tendió una toallita con alcohol. «Grazie, signore, ya puede irse».
Apenas podía creer lo que oía. «¿Posso partire?» El policía soltó una carcajada. «¡Naturalmente!»
«Pero, ¿no me han identificado?»
«Desde luego. El conserje juró por lo más sagrado
que le vio. Pero es un anciano. Bebe. Está confuso. Está tan confuso que ha acusado a un turista inglés inocente que escogí al azar para una rueda de reconocimiento».
Señalé el impreso con las huellas digitales.
«Ah sí», retiró el clip y me tendió el formulario. «Un souvenir».
«¿De verdad?»
«Le llevaré de vuelta a Da Fortunato y le invitaré a una copa de vino». Entonces bajó la voz: «Ivan insistió».

 

El autor

Ben Schott, nacido hace 46 años en Londres y educado en Cambridge, es escritor, diseñador y asesor creativo. Sus 12 libros, entre los que se incluyen el best seller Miscelánea original de Schott y la serie Schott’s Almanac, han sido traducidos a más de 21 idiomas, incluido el Braille, y suman unas ventas cercanas a los 2,5 millones de ejemplares. Su primera novela, Jeeves & The King of Clubs, fue un homenaje a P. G. Wodehouse. Su secuela, Jeeves & The Leap of Faith, se publicará este otoño. Asimismo, colabora en publicaciones tan dispares como The New York Times, Inc., Playboy y Vanity Fair. Su obra puede consultarse en benschott.com.

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