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UN HOMBRE SENCILLO

19 maggio 2020

Giosuè Boetto Cohen

Hace cien años nacía Sergio Scaglietti. Aquel carrocero modenés que creó algunos de los modelos más bellos y conocidos de Ferrari fue también uno de los colaboradores en los que más confió Enzo. Con él compartió los años que dieron vida al mito Ferrari.


Con tan solo 13 años, Sergio tenía que recorrer hora y media de camino para ir a trabajar a la Carrozzeria Modenese. Su familia era pobre, el padre había fallecido un año atrás. El día de la paga, le daban una moneda de plata de 5 liras y él, cuando regresaba a casa por la noche, la guardaba bajo la lengua, como Pinocho, por miedo a que se la robasen. 

En 1937 empezó a trabajar con un hermano mayor, que había abierto una pequeña empresa en Viale Trento e Trieste. Al otro lado de la calle, en el número 31, estaban las naves de la Scuderia Ferrari.

Así empezaba la historia de Sergio Scaglietti, el padre del GTO, de los Ferrari 250 y 275, del Monza y del Testa Rossa, solo por mencionar los más célebres. Nació hace un siglo. Primero fue aprendiz y luego maestro en su oficio: batir el metal. Fue hombre de confianza de Enzo Ferrari, artesano, industrial, artista... El de Scaglietti es uno de los capítulos más importantes de la historia de Maranello. Una larga vida en las fundiciones donde nacían los Ferrari, muy cerca del hombre que los inventó. La carrocera de su hermano Gino fue la puerta secreta para entrar en el mundo de las carreras. Los Alfa de Ferrari corrían todos los domingos y se abollaban, sufrían daños. Volvían de los circuitos los martes y los viernes tenían que volver a salir. El joven Sergio, con diecisiete años, cortaba, soldaba, moldeaba... Metía las manos en los coches que el mundo envidiaba, escuchaba a los ingenieros, escuchaba los motores en el banco de pruebas y disfrutaba viendo pasar a los pilotos. 

Sergio sentía debilidad por el rojo desde que, de pequeño, lo llevaron a ver su primera Mille Miglia. Uno de los deportivos rojos captó su atención y quedó prendado. Incluso pintaba sus tractores de juguete de ese color. 

Cuando tenía ocasión de entrar en la Scuderia, aunque fuera solo para un encargo rápido, no veía el momento de salir. De hecho, pasaba más tiempo allí que en el garaje del hermano. Era de la casa, los mayores lo trataban bien, le enseñaban algún truco del oficio, incluso el de escabullirse cuando bajaba el Comendador: era mejor estar lejos cuando se encolerizaba. 

Después de la guerra, empezó a carrozar los primeros Ferrari.  - L’ê andéda acsè... (la cosa fue así...)  - decía en la biografía, pero también a todos aquellos que le pedían que contase la historia en persona. - A mediados de 1953 llegó a la oficina un tal Cacciari, productor de planchas y apasionado de las carreras. Había tenido un accidente con su Ferrari y este había quedado maltrecho. Lo carrozamos casi por completo —continua Scaglietti— y yo aporté algunas modificaciones aerodinámicas y de perfil a ojo, según me iba pareciendo”.  

El caso es que, un día, el propietario habló a Ferrari del joven artesano que había reconstruido su coche y lo había dejado mejor que nuevo. El gran hombre decidió cruzar la calle e ir a ver de quién se trataba.
Pocos días después, Scaglietti estaba en el despacho del Comendador recibiendo el encargo de construir el bastidor de un nuevo modelo: el 500 Mondial. 
Para aquella pequeña fábrica de quince operarios fue un salto en la rueda del destino.  “No había trabajo en cadena, ni siquiera en series pequeñas –recuerda Sergio en sus memorias–, cada unidad era diferente de las otras, un trabajo personalizado que requería una semana de esfuerzo”. 
Desde aquel encargo inicial (que tuvo a Sergio varios días en vela) hasta la adquisición de la Carrozzeria Scaglietti por parte de Ferrari en 1973, transcurrieron veinte años. 

La calidad del trabajo desempeñado y el aprecio que debió de unir a los dos hombres son evidentes. Simplemente el hecho de que el nombre “Scaglietti” se mantuviese siempre en el techo de la nave, junto a la marca del Cavallino, lo demuestra. Y otros treinta años después, en 2003, el 612 Scaglietti fue el único Ferrari que se ha dedicado jamás a una persona en vida. 

Los afortunados que pudieron vivir aquella epopeya recuerdan que ir a ver a Scaglietti a Módena era todo un acontecimiento. Ya fuera de la fábrica se empezaba a escuchar el golpeteo incesante de los martillos y, una vez dentro, el ruido se convertía en una música acompañada por el obstinado bajo de las prensas como sonido de fondo. Luego estaba esa otra música, la de un dialecto modenés cerradísimo, el código que Sergio e il Commendatore utilizaban para comunicarse, en la fábrica y en la pista. 

De esta perfecta simbiosis nacieron los Ferrari más valiosos de la marca, algunos creados sin diseño previo, surgidos de las hábiles manos del maestro, “del martillo y la fuerza”.

Sergio Scaglietti desapareció en 2011, después de haber vivido 91 años intensamente. Seguramente fue suficiente, porque la revolución informática, la simulación digital y nuestro mediocre gusto globalizado han borrado aquella cultura exquisita y aquella envidiable habilidad con las manos. Nos deja la gran lección de su oficio, pero también la de la humildad, la de unos orígenes pobres a los que nunca renunció en un mundo que hoy vive de las apariencias. Y aquella empatía que sabía introducir en la relación con sus trabajadores (llegaron a ser 450), pero también con los poderosos, desde Ferrari hasta Pininfarina (competidor), y aquella interminable galería de clientes famosos a los que observaba con admiración, siempre con la mirada de un hombre sencillo.