Se dice que ciertas pasiones se infunden en el ADN de las personas ya desde muy pequeñas, incluso en los primeros diez años de vida. Aunque, a veces, pueden permanecer ocultas durante años, tienden a aflorar en el transcurso de la vida y la condicionan. Este ha sido el caso de muchos pilotos, sin olvidar al actual abanderado de la Scuderia Ferrari, Charles Leclerc, que debutó en un kart a los tres años, atado con una cuerda al de su padre Hervé.
El caso de Enzo Ferrari no fue muy diferente. La Coppa Florio de 1908 desató su pasión por el automovilismo, una carrera que se celebraba en Bolonia y a la que su padre, Alfredo, lo llevó a él y a su hermano. La vida de Enzo nunca volvió a ser la misma: su rendimiento académico no era ni mucho menos excelente, pero sus dotes inventivas eran tan buenas como sus habilidades prácticas en el taller de su padre.
Su trabajo como mecánico no hizo sino aumentar su pasión por esos imponentes objetos —los coches, así como los camiones y otros vehículos—, que amplificaban el poder del hombre y le permitían realizar hazañas cada vez más ambiciosas.
La Primera Guerra Mundial no hizo más que refinar y agilizar los procesos de construcción de los vehículos de motor y, a partir de entonces, el automovilismo deportivo tuvo el impulso decisivo para extenderse aún más. Gracias a ello, el sueño de Enzo —nacido de aquella pasión desatada una década antes— se hizo realidad y, en 1919, con tan solo 21 años, ya estaba participando en su primera carrera, al volante del CMN construido por Ugo Sivocci en Milán, empresa para la que Enzo Ferrari trabajaba como piloto de pruebas.
Al año siguiente participó en algunas carreras al volante de un Isotta Fraschini, pero sus mejores resultados los obtuvo con Alfa Romeo logrando victorias de categoría en la Targa Florio, en Gallarate, Mugello y Aosta. En 1923, logró su primera victoria absoluta, un éxito que cambiaría el curso de las cosas para siempre.
Fue precisamente en ocasión de la victoria en el Circuito del Savio de 1923 que conoció al conde Baracca, padre del heroico aviador de la Primera Guerra Mundial, Francesco, que más tarde le presentaría a su esposa Paolina. Fue ella, según cuenta el propio Enzo, quien le dijo que usara el Cavallino Rampante en sus coches, el símbolo que llevaba su hijo en el avión. "Le traerá buena suerte", le dijo. Y así fue.
A esa gran pasión solo pudo ponerle riendas un gran sentimiento. Y ese sentimiento tenía un nombre bien concreto: Dino, el hijo mayor de Enzo Ferrari. Por él dejó de competir después de terminar segundo, el 9 de agosto de 1931, en el Circuito de las Tres Provincias, que se celebraba en los territorios de Bolonia, Pistoia y Módena.
A partir del año 1932, Ferrari trasladó toda su pasión de piloto al desarrollo de su criatura deportiva. A partir de ese año, la Scuderia Ferrari, fundada en 1929, empezó a lucir el Cavallino Rampante en los Alfa Romeo con los que competía. Para Enzo Ferrari, las carreras seguían siendo lo primero, solo cambiaba la perspectiva desde la que las vivía.
Mientras vivió, todos los pilotos de sus coches, tanto de Fórmula 1 como de las carreras de resistencia, fueron elegidos personalmente por él, con excelentes intuiciones —como Niki Lauda y Gilles Villeneuve, solo por citar dos de ellos— que solo podía tener un verdadero piloto.