“¡¡No va más, no hay más apuestas!!” El 31 de mayo de 1981 la ruleta de la fortuna de Mónaco se detuvo en el 27 rojo. El del Ferrari de Gilles Villeneuve. Un coche propulsado por un motor turbo. Nunca antes esta apuesta técnica había permitido ganar en Montecarlo. Una apuesta, no por las prestaciones que aseguraban los motores sobrealimentados, sino por la aceleración y manejabilidad, que hasta entonces habían casado mal con el intrincado trazado monegasco. Sin embargo, el canadiense y su Ferrari 126 CK escribieron un nuevo capítulo en la historia de la Formula 1 en este circuito. La primera victoria de un motor turbo en Montecarlo, la primera victoria de un motor turbo Ferrari, la primera victoria después de un año y medio de sequía: en resumen, la rotura definitiva de un maleficio que volvía a colocar a Gilles y el Ferrari en lo más alto.
De todas las victorias logradas por Gilles en su carrera, la de Montecarlo es probablemente la menos “espectacular” o memorable y, sin embargo, tiene un sabor especial. De hecho, en vísperas del fin de semana se había anunciado la renovación (por otras dos temporadas) de la colaboración entre Villeneuve y Ferrari. Las vueltas de clasificación le fueron muy bien al canadiense, que en un arranque de inspiración, consiguió un puesto en la primera fila de la parrilla junto al Brabham de Piquet, que se había hecho con la pole por tan solo 78 milésimas de diferencia.
Tras una hora de retraso debido a un incendio declarado en las cocinas del hotel Loews, que, a pesar de la rápida actuación de los bomberos, había provocado la inundación del túnel, se inició la carrera por los tortuosos 3,312 km del trazado y, rápidamente, Nelson Piquet sacó una cómoda ventaja a sus seguidores. Era una carrera eliminatoria y, en el curso de sus 76 vueltas, abandonaron muchos pilotos, incluido el brasileño, que acabó estrellándose cuando trataba de doblar a Cheever y Tambay. Se puso a la cabeza Alan Jones, defensor del título mundial, que parecía encaminarse hacia una victoria segura con veinte segundos de ventaja con respecto a su perseguidor más cercano, que no era otro que Villeneuve. Pero el piloto del Williams se vio obligado a parar para repostar a siete vueltas de la meta por problemas de alimentación y, aunque mantenía la primera posición al volver a la pista, tuvo que vérselas con un impetuoso Villeneuve que, al olor de la presa, empezó a encadenar una vuelta rápida tras otra.
A medida que pasaban las curvas, los mandos de su Ferrari iban estando cada vez más al límite y los guardarraíles cada vez más cerca. Sin embargo, el piloto, que se había ganado el sobrenombre de “aviador” por los numerosos incidentes espectaculares que había protagonizado, no falló. Voló sobre los cambios de rasante del circuito monegasco y aprovechó hasta el límite la potencia del motor en el túnel y hasta la curva del Estanco mientras disfrutaba haciendo danzar su Ferrari por trazadas imposibles entre la curva del Mirabeau y la infernal curva del Loews.
A cuatro vueltas del final, la parte trasera del Williams de Jones estaba en la mira del Ferrari. El adelantamiento fue instantáneo. Gilles se puso a rebufo del australiano ya a la salida de la Anthony Noghes, la última curva antes de afrontar la recta final. Y aquí Jones vio aparecer la silueta del coche de Gilles en su espejo retrovisor. Cuando trató de iniciar una maniobra defensiva, ya era tarde: el número 27 que lucía el Ferrari en la parte trasera de su costado fue la última instantánea que el campeón consiguió captar antes de ver alejarse definitivamente al canadiense.
A 23 vueltas del final, de los 20 pilotos que habían iniciado la carrera solo quedaban siete. A la cabeza de ellos, Gilles. El piloto de Ferrari continuó forzando y, ayudado por un problema en la bomba de combustible de su rival, cruzó la meta victorioso con más de 40 segundos de ventaja. Cuando subió al podio estaba visiblemente cansado, pero las fotografías, que dieron la vuelta al mundo, lo retratan feliz bajo una lluvia de champán. Villeneuve se convirtió en un campeón digno de protagonizar la portada del semanario americano Time, que, por segunda vez (la primera fue la de Jim Clark en 1965), volvía a estar dedicada a la Fórmula 1.