Estamos en 1950, a mitad de siglo, el siglo del motor. El nacimiento de una leyenda con carnet de conducir: el Campeonato del Mundo de Fórmula 1. Las fotografías captaron el dinamismo de los coches. Bestias terroríficas nunca antes vistas, el brillo lustroso de sus carrocerías solo imaginado en imágenes en blanco y negro. Símbolos de un futuro que se acercaba rápidamente, su sonido solo podía imaginarse a través de la fotografía antes de ofrecer finalmente un atisbo de Monza, durante mucho tiempo el templo de la euforia colectiva.
Un «happening», término que no se utilizaba entonces, lleno de adrenalina que traía ecos de los años 30, de Tazio Nuvolari y Achille Varzi suscitando nuevas pasiones, en la antesala de otros rugidos aterradores: los de los cañones y las bombas, una guerra como herida colectiva.
Ahora, posguerra, vida, renacimiento frenético, con la sangre de los piloti —pilotos de carreras— como ingrediente más esencial que trágico, porque ahí está el coste. Los pilotos como héroes a los que hay que seguir, nadie sabe hasta dónde y cuándo, porque aquí se hace historia y se muere.
«Piloti, che gente». El título perfecto. Elegido por Enzo Ferrari para el libro que contaba la historia de su equipo de hombres. Hombres atormentados, socios ideales para un visionario que había diseñado una estrategia para la gloria.
Trabajo en pareja: emparejamiento de sinergia funcional con Tazio Nuvolari durante los rugientes y crudos primeros años, con Alberto Ascari en un periodo de auge que se vería amplificado por el Campeonato del Mundo de Fórmula 1. Ascari sigue siendo una figura fundamental. Dos títulos, 1952 y 1953; su Ferrari 500 tan emblemático que aún hoy circula, aunque en miniatura. Alberto, el piloto que nadie podía permitirse dejar en cabeza, y con ese apellido que traía a la memoria dramáticos recuerdos de su padre, Antonio, y sus profundos vínculos con Ferrari.
Alberto, que encontró su final en un Ferrari, aun habiendo abandonado el equipo para unirse a Lancia, y cuya muerte permanece hasta el día de hoy rodeada de misterio. Un misterio en torno al joven piloto Eugenio Castellotti, que dejó a Ascari probar su Ferrari de carreras durante los entrenamientos en Monza en un gesto de simple deferencia hacia el maestro.
El piloto de Ferrari permanecía inmóvil en boxes mientras Ascari se alejaba a toda velocidad, sin su casco de la suerte —llevaba el de otra persona— y sin su habitual maillot azul. El famoso y supersticioso Ascari se estrelló y murió en el Ferrari.
Fue una entrega sangrienta del testigo. Una que abrió la puerta a una nueva generación de pilotos, más fotografiada y, por tanto, más expuesta. ¿De quién hablamos? De Mike Hawthorn, por ejemplo. El popular hombre de Yorkshire que corría con una pajarita de lunares al cuello, un joven afable con ganas de vivir, siempre con una copa en la mano. Acompañado en la vida, en las carreras y en las fotos por Peter Collins, que parecía un elegante actor de Hollywood.
Tomado bajo su protección por el anciano Enzo, Collins cedió su propio Lancia-Ferrari a Fangio en 1956, también en Monza, renunciando al título y regalándoselo al experimentado caballero argentino. «Tengo tiempo», dijo. «Tengo mucho tiempo por delante». Por desgracia, tuvo muy poco. Murió en Nürburgring el 3 de agosto de 1958, solo unos meses antes de la muerte de su amigo Mike, recién coronado campeón del mundo, en las carreteras de su Inglaterra natal. La secuencia de muerte incluyó a Castellotti, que hacía pruebas en Módena el 14 de marzo de 1957, y a Alfonso de Portago en Cavriana el 12 de mayo de 1957, un desastroso accidente que selló para siempre el destino de la Mille Miglia.
La lista de los caídos es interminable. Solo un puñado de ilustres supervivientes hablan de ello con incomodidad. Fangio, que en 1958 ya estaba harto, Stirling Moss, salvado por algún ángel de la guarda mientras multiplicaba el riesgo por dos con cada kilómetro, Jacky Ickx y Jackie Stewart, que en las décadas siguientes salieron indemnes sin siquiera saber cómo.
Por supuesto, ahora las cosas han mejorado. Coches y circuitos son más seguros. Pero si hoy todavía podemos seguir nuestra pasión por el automovilismo, al diablo con la retórica y las buenas maneras: se lo debemos todo a quienes se enfrentaron a aquellos riesgos, a quienes perdieron la vida.
En coches tan alejados de la vida cotidiana, mucho más rápidos que los que los simples mortales podían tocar, comprar o conducir. En una mezcla de placer único y coraje extremo, la maravillosa locura de quienes, en sus coches, se enfrentaron a sus propios demonios personales.